Lo único que todavía parece imposible para Walter Ospino es anudarse su pelo largo y negrísimo en la trenza que le cuelga a la espalda. Así que para eso le sigue pidiendo ayuda a una compañera de su resguardo indígena, el Triunfo Cristal Páez, que en las montañas de Florida se eleva hasta donde la tierra toca el cielo en ese borde del Valle del Cauca, el Páramo de Las Tinajas.
Es su lugar favorito en el mundo, dice con una voz de naturaleza serena que va contando los brotes de agua que en la cima de aquellos picos, y en forma de lagos, se extienden en medio de frailejones que crecen bajo la bruma.
Aunque no es solo por el paisaje, sino porque allá fue donde pudo entender el sentido de la vida: un sube y baja donde lo que menos cuentan son las posesiones. Una ruta que empieza todos los días. Un viaje.
Era 1977 cuando Walter nació en el resguardo sin su brazo derecho. Cuando cumplió los 2 años perdió a su mamá, que falleció dando a luz a la tercera de sus hermanas. A los 5, perdió a su papá, que no pudo aguantar la viudez y una mañana se tomó a sorbos la muerte en un tarro de veneno. Pero aún después de todo eso, al recordarse niño casi siempre se recuerda completo y feliz, creciendo con la familia adoptiva que lo acogió, arriando vacas, jugando fútbol, corriendo hasta el jadeo sonriente por entre llanuras de hierba sin fin.
Las barreras, está convencido ahora a los 40 años, son puras invenciones del desconocimiento. Cuando bajó al pueblo para cursar primaria y bachillerato, escuchó muchas veces la sentencia de otros chicos que lo despreciaron con diminutivos y descalificaciones de todos los tamaños: alguien cómo él nunca podría con nada, le decían, repitiendo en cada insulto otro capítulo de la vieja historia del juicio que condena las diferencias desde la discriminación. Pero la vida, que es un sube y baja, le había destinado incluso desde su segundo apellido adoptivo la grandeza; entonces Walter Ospino Montaño se dedicó a escalar todos los obstáculos que se le atravesaran, empezando por el bullying.
Graduado como bachiller, luego vinieron todos los rechazos en sus intentos por encontrar empleo. Entonces se abrió paso consiguiéndose un triciclo con el que se puso a repartir remesas alrededor de la galería. Luego trabajó a jornal en una finca. Luego se fue a vivir a Cali, donde aprendió a manejar carro con un tío que le encargó una ruta de campero en La Vorágine. Luego fue pregonero de una buseta Montebello. Luego actor de teatro. Y a los 30 años cumplidos, cuando había regresado al resguardo con la idea de criar ganado, se convirtió en sobreviviente de una mina antipersona que estalló a su lado el 26 de marzo del 2007, cuando llevaba a cabestro a La Caponera, una yegua colorada que pisó el artefacto y quedó reventada encima suyo por la explosión.
La mina estaba sembrada a un costado de la vía que conduce al Alto de la Plancha, cuenta Walter, hablando de los años que esos paisajes también permanecieron compuestos por los absurdos de la guerra. Lo que es una paradoja del grande de una montaña, al ser ese accidente donde terminó encontrando su más poderosa razón de vivir: superados los días del dolor que le causaron las esquirlas, el hombre se consiguió una bicicleta para desafiar otra vez los vaticinios de la gente que solo le auguraban nueva caídas.
Y hermosamente terco, pedaleando de arriba para abajo, fue como se le plantó al miedo. Fue así cómo pudo llegar a las citas para emprender un proceso sicológico que le ayudo a curar los demás dolores, y decidirse a estudiar una licenciatura en Etnoeducación a distancia.
Desde hace un año, vinculado al programa de Escuelas Culturales para la Paz de la Gobernación del Valle, se dedica a llevar una cátedra de valores a los niños de las veredas de Florida. Su trabajo consiste en recordarles a través de la pintura y diferentes expresiones artísticas, su identidad, y la importancia del respeto por el otro. También que la vida es un viaje que comienza a diario.
Para llegar a su clases, Walter recorre unos 14 kilómetros en bicicleta cada jornada. Y es feliz siempre, dice sonriendo. Hace un par de semanas, la Gobernación lo dotó con una nueva bicicleta todoterreno, azul y grandota, para facilitarle los recorridos. Pero él todavía no la estrena. La está adaptando a su tamaño, dice. Será cosa de días, seguramente. Así como muy pronto, estará anudándole, él solo, su pelo largo y negrísimo en una trenza.
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